Lo prometido es deuda... aquí tenéis el relato que aparece en la II Antología RA, para que todos los que no pudisteis acudir al evento podáis disfrutarlo.
LOVE ARROWS
Las flechas del amor no dejaba de sonar en mi cabeza. ¿Sabéis eso que pasa cuando escuchas una canción pegadiza que detestas y no puedes dejar de tararearla una y otra vez? Yo había conseguido que dejara de escucharse en voz alta, pero desde que había llegado a casa seguía sonando en mi interior.
« Aquí está, viene ya tan feliz, con sus flechas de amor para ti, quizás también para mí, sí, también para mí.»
¡Qué horror! Lo peor era que mi cabeza y mis pies se movían al ritmo de mi música interior.
Para bailes estaba yo. ¡Y para Cupidos! Qué flechas, ni que flechas… Igual sí que las traía para ti, pero lo que era para mí, seguro que no.
Hacía milenios que no tenía una relación estable. Desde hacía un par de años, cada hombre con el que salía resultaba ser un fiasco total y absoluto. Pero no solo eso, es que, si había que ser sincera, ninguno de ellos me había gustado de verdad. El último hombre que me había vuelto loca no me había hecho ni caso. De hecho, creo que ni siquiera había llegado a saber de mi existencia. Trabajaba en mi empresa y era uno de esos tíos con carita de ángel que parecen sacados de un catálogo de moda. Eso sí, si te fijabas bien en él y en la expresión de sus ojos, te dabas cuenta que lo único que tenía de espíritu celeste era la belleza. Se veía a la legua que era un cabrón de manual y, aunque yo no lo sufrí en mis carnes, si lo hicieron muchas de mis compañeras. Nunca supe cómo se llamaba, pero estaba total y completamente loca por él.
«Esas flechas van contigo donde quiera que tú vas, están entre tu pelo y en tu forma de mirar.»
Nada, que no me iba a quitar la dichosa canción de la cabeza ni con aguarrás.
Encendí la televisión pensando que quizás eso me distraería y me haría pensar en otra cosa, pero no tuve esa suerte: Karina apareció en pantalla y no, no estaba cantando El baúl de los recuerdos. Estaba algo mayor y desmejorada, pero ahí seguía, en un programa de sobremesa, cantando las malditas flechas.
¿Es que los astros se habían conjugado en mi contra? Estaba claro que todo aquello no era una casualidad. Apagué la tele de golpe y encendí la radio, así sabría si todo era fruto del azar. O no.
«Son las flechas que se clavan una vez y otra vez más, esas flechas van contigo donde quiera que tú vas.»
Pegué un brinco del susto al escuchar los puñeteros acordes y, entonces, lo vi.
Vale, estaba claro que las casualidades no existían.
Era un hombre guapo, muy guapo, y de aspecto angelical. Tenía la piel clara, los ojos azules y el cabello rubio. No tenía alas, pero en la mano derecha sostenía algo que se parecía sospechosamente a ¿un arco con flechas?
«Las flechas del amor», no pude evitar pensar irónicamente.
Se acercó a mí muy despacio y yo estaba tan asombrada que fui incapaz de abrir la boca. Me quedé ahí, muda, como un pasmarote, y eso que lo lógico hubiera sido decir algo, porque la situación era de todo menos normal.
Me resultaba familiar, pero no vislumbraba sus facciones con claridad porque estaba rodeado de un aura brillante.
¡Dios! ¿No sería San Valentín? Volví a observarlo con detenimiento y, aunque, tenía aspecto de criatura celestial, su mirada era demasiado sexi e intensa como para ser la de un ángel. Y, además, ¿por qué de repente hacía tanto calor en mi salón? A ver si en vez del cielo, venía del infierno...
—Soy un cupido —dijo hablando por primera vez y leyéndome el pensamiento—. Y no... no soy ningún santo —continuó con una sonrisa que hizo que un cosquilleo recorriera todo mi cuerpo.
—Entonces, ¿San Valentín? —pregunté sin saber muy bien cómo habían salido las palabras de mi boca.
—Ese sí es un santo. O al menos es lo que piensa él. Podría decirse que es mi jefe. Cada cupido tiene a su cargo una persona y él es quien las asigna. Por eso estoy aquí.
Tragué saliva. Todo era demasiado fantasioso para ser cierto. ¿Me habrían metido algo en el café que me había tomado en el bar antes de subir a casa?
—No estás soñando. Soy tu cupido. El encargado de hacer que encuentres el amor verdadero.
No pude evitar soltar un bufido y una risotada irónica.
— ¡Pues no lo estás haciendo muy bien!
— ¿Yo? —Enarcó las cejas—. Piénsalo bien, pero la lista de fiascos amorosos que has acumulado en los últimos años no ha sido culpa mía. Lo único que he hecho ha sido salvarte de una relación fracasada por otra.
—Y, ¿cómo te llamas? —pregunté para desviar la conversación. Lo único que me faltaba era que el que se suponía que tenía que dar solución amorosa me dijera que el problema era mío.
—Ángel.
—Muy apropiado —repliqué.
Él soltó una carcajada y enarcó las cejas: — ¿En serio crees que ese es el apelativo que más me va, Isabel? Yo no soy ningún ángel —susurró acercándose peligrosamente a mí.
Cerré los ojos para no verlo. Su presencia me estaba poniendo demasiado nerviosa y necesitaba pensar con claridad. Sin embargo me resultaba muy difícil hacerlo porque pese a no verlo, lo sentía a mi alrededor: su aliento sobre mi nuca, su voz resonando en mi oído y sus manos posándose con delicadeza sobre mis caderas. ¿Cómo podía ser corpóreo si no era humano? No lo sabía, sin embargo, así era.
Suspiré y mi cuerpo se estremeció una vez más.
¿Cuánto tiempo hacía que ningún hombre me provocaba eso? Justo desde que... ¡No! ¡Eso sí que no podía ser vedad!
Me aparté de él de golpe y me alejé, pero Ángel se aproximó a mí de nuevo y, cogiéndome del mentón me obligó a mirarlo de cerca. Con esa proximidad, apenas percibía la bruma dorada que lo envolvía, y pude examinar sus rasgos. Unos rasgos que me resultaban muy familiares y que, justo, hacía dos años que no veía.
— ¿Es que no me recuerdas?
Di un paso atrás, pero él alargó la mano y me sujetó de la muñeca.
—No te asustes. No soy un fantasma, o al menos eso creo.
—Pero, ¿cómo?
Él sacudió la cabeza al tiempo que me miraba con cariño y acariciaba mi media melena castaña y sonreía nostálgico.
—No lo sé, preciosa. No sé cómo sucedió. Aunque sí sé lo que pasó antes —me explicó—. Entré a trabajar en tu empresa y recuerdo que me fijé en ti el primer día.
¿En mí? No era posible. No habíamos hablado ni una sola vez y sabía de muy buena tinta que había tenido aventuras con varias de mis compañeras... me estaba tomando el pelo.
—Sé lo que piensas —murmuró agachando la cabeza—, y tienes razón, pero tuve mis razones para hacerlo —hizo una pequeña pausa para coger aire—. Eran buenas razones, aunque ahora sé que me equivoqué.
—No te entiendo —afirmé con sequedad.
Recordaba cómo lo había visto ligar con media oficina y como a mí no me había dirigido más que miradas de reojo, y eso que durante meses yo no había despegado mis ojos de él. ¿Era posible que hubiera algo de verdad en sus palabras?
—Me habían diagnosticado un cáncer y decidí que lo mejor sería no empezar nada serio. No acercarme a nadie que me interesara de verdad. Para no sufrir y que no sufrieran. Mejor dicho, para que no sufrieras. Era terminal y no sabían cuanto tiempo me quedaba. Elegí no tratarme y me dediqué a —se encogió de hombros— vivir la vida loca, como diría Ricky Martin. Solo que no supe que lo que había hecho era desperdiciar lo que me quedaba de vida hasta que desperté reconvertido en este ser que soy ahora.
— ¿Desperdiciar?
—Sí. Porque ahora estoy condenado a ser tu cupido hasta que encuentres el amor verdadero —apretó los puños con rabia—, y puedo asegurarte que no voy a consentir que eso pase.
Furiosa, al escuchar que nunca iba a enamorarme y ser correspondida, le pegué un empujón en una arranque de ira.
— ¿Por qué no vas a dejarme ser feliz? —Me había ignorado durante meses, había arruinado mis posibles relaciones y ahora amenazaba con no dejarme encontrar el amor nunca.
Él me miró con ojos relampagueantes.
— ¡Joder, Isabel! ¿No lo entiendes? Estoy enamorado de ti. Y, aunque impedir que otro hombre se enamore de ti suponga una condena eterna, atrapado en esta especie de limbo del amor, cumpliré con gusto mi castigo antes de verte en los brazos de otro.
Lo miré con tristeza. Su condena también era la mía: una vida sin amor.
Ángel se acercó de nuevo a mí y me secó las lágrimas que habían empezado a correr por mis mejillas al asimilar mi destino.
—Lo siento.
Su mano se quedó pegada a mi piel y el calor de su tacto me reconfortó. Desee que me besase. Quería sentir sus labios sobre los míos. Era algo con lo que siempre había soñado. Al menos me merecía eso.
—Bésame, Ángel. Dame ese premio de consolación.
Sus ojos se encendieron y, sin decir una palabra, se abalanzó sobre mí, estrechándome entre sus brazos y devorándome con sus labios. Era un beso ardiente y pasional, pero que me caló tan hondo que fue como ir al cielo.
Estaba claro que Ángel provocaba en mí extrañas contradicciones.
Cuando separó su boca de la mía, supe que nunca volvería a sentir lo que él me había provocado y que valía la pena estar sola, porque me había dado un beso que recordaría toda mi vida.
De pronto, al aura que lo envolvía empezó a desaparecer y el tono de su piel dejo de resplandecer, adquiriendo una apariencia menos divina y más mortal.
—Condenado a ser un cupido hasta que encuentres el amor verdadero... —repitió para sí, entre asombrado y feliz al darse cuenta de lo que estaba sucediendo
El arco y las flechas se esfumaron de entre sus dedos y Ángel volvió a ser humano.
Esbocé una pequeña sonrisa y esta vez fui yo la que me acerqué a él para besarlo. Lo devoré con ansia, borrando todo rastro de su existencia como cupido y recuperando a la persona a la que había amado en secreto durante tanto tiempo.
Las flechas del amor me habían alcanzado por fin.